Era nuestro último día y no podíamos irnos
sin probar un chapuzón en el agua del Mar Muerto. Nos dirigíamos de
Jerusalén hacia el sureste, mientras que nuestro avión salía de la estación en unas horas desde Tel Aviv -ubicado en el lado opuesto-,
por lo que no podíamos permitirnos errores con el crono. Estaba en nuestros
planes visitar el Mar Muerto desde el principio pero, tras el incidente de la noche a la intemperie en
Haifa, el de la salida de Nazaret dificultada por el Sabbat o el del overbooking
en Jerusalén, tuvimos que trastocar todo. Al llegar a la estación (llena de
militares que vendrían de hacer sus maniobras) nos montamos en
un autobús con destino a Ein Gedi, que es un pequeño oasis con jardines y saltos
de agua en medio del desierto situados al sur de Israel.
En el autobús
ponía como letrero “Ein Gedi”, por lo que Óscar y yo supusimos que ésta era la
última parada del trayecto. Tras una hora en el transporte el conductor empieza
a decir paradas tales como “Ein Gedi exteriores” o “Ein Gedi balneario”, en las
que apenas bajaba gente, por lo que supusimos que debería haber una última
denominada como en el letrero “Ein Gedi” o “Ein Gedi playa” donde todo el mundo
debería bajar. No fue así.
Con el Mar Muerto
todo el rato a nuestra izquierda y viendo que las paradas ya no se parecían al
del letrero, preguntamos a unas chicas que, tras hablar en hebreo con el
conductor, nos comunicaron que nos habíamos pasado la parada. No sabíamos a
donde se dirigiría exactamente pero según el GPS nos estábamos moviendo cada
vez más hacia el sur, en dirección Egipto, de manera que decidimos bajarnos en
medio del desierto, con Jordania en el fondo y el Mar Muerto a modo de frontera
natural entre ambos países.
El paisaje era desértico: arena, rocas agrietadas, un calor abrasador y una sola carretera en medio de la nada que nos debería conducir a orillas del Mar Muerto para darnos un baño antes de coger nuestro avión en Tel Aviv, que estaba a más de 2 horas de donde nos encontrábamos. Afortunadamente, y sin saberlo nos enteramos de que nos encontrábamos a los pies de la Masada, que es una fortificación construida en lo alto de una montaña que empezó con asentamientos humanos ya en la Edad de Cobre. Al ser un punto muy turístico en Israel tuvimos la gran suerte de no esperar mucho hasta que vino un autobús que nos llevase de vuelta a orillas del Mar Muerto.
El paisaje era desértico: arena, rocas agrietadas, un calor abrasador y una sola carretera en medio de la nada que nos debería conducir a orillas del Mar Muerto para darnos un baño antes de coger nuestro avión en Tel Aviv, que estaba a más de 2 horas de donde nos encontrábamos. Afortunadamente, y sin saberlo nos enteramos de que nos encontrábamos a los pies de la Masada, que es una fortificación construida en lo alto de una montaña que empezó con asentamientos humanos ya en la Edad de Cobre. Al ser un punto muy turístico en Israel tuvimos la gran suerte de no esperar mucho hasta que vino un autobús que nos llevase de vuelta a orillas del Mar Muerto.
Masada |
Tras poner al corriente al conductor, nos
llevó 2 o 3 paradas hasta nuestro destino sin tener que pagarle nada. Es
entonces cuando por fin, pudimos bañarnos en el Mar Muerto. El agua era tan
espesa que parecía aceite, de hecho, debido al excesivo nivel de salinidad que
tiene, actuó a modo de capa protectora ante el sol además de dejarme la piel
tan suave como el culito de un bebé.
Tras media horita
de baño sintiéndonos cual corcho en agua nos dispusimos para la vuelta a Tel
Aviv. No venían autobuses pero encontramos un taxi furgoneta como el que nos
llevó de Nazaret a Jerusalén. Al ser los primeros en montar pudimos elegir TelAviv como destino, aunque con parada en Jerusalén. Tras algo más de 2 horas
entre taxis llegamos a la ciudad, totalmente intercultural y heterogénea. Como
no queríamos perdernos de nuevo nos dirigimos al aeropuerto con 4 horas de
antelación a la hora de despegue del vuelo. Éstas resultaron ser las idóneas,
pues al ser un país en guerra está lleno de controles. Estuvimos unas 2 horas
entre una terminal donde nos venían chicos de unos 21-25 años preguntándonos
por nuestra estancia, nuestro destino o nuestro historial en países musulmanes
y otra en la que nos pasaban una bayeta electrónica por todas y cada una de
nuestras prendas del equipaje. Pasado todo este
control de seguridad nos movieron de nuevo a otra terminal, que era la definitiva
donde finalmente cogeríamos nuestro avión con destino a Polonia.