Aquel mes de Diciembre de 2012, me encontraba con 19 años y unas ganas inmensas de vivir todas aquellas aventuras que por las noches tanto me quitaban el sueño.
Así que, nada más comenzar las vacaciones de Navidad en la Universidad, decidí unirme al movimiento cristiano de Taizé, que tenía lugar en Roma del 28 de Diciembre de 2012 al 2 de Enero de 2013.
Este viaje significó mucho para mí, pues era la primera vez que salía de España por mi propia cuenta y que, además, acabó convirtiéndose en el primero de muchos más que posteriormente me depararía el futuro.
Sin conocer apenas nada del movimiento ni a nadie, cogí mi mochila y me dirigí hasta la estación de autobuses, donde me encontré por primera vez al grupo de Zaragoza (4 zaragozanos más 3 diáconos de Colombia, y otros 2 de Togo y Cabo Verde) rumbo a Barcelona.
Al llegar allá, subimos a un ferri con el resto de jóvenes de España, cuya mayoría pertenecía a la diócesis catalana. Desafortunadamente, sus integrantes parecían haberse olvidado de que había más gente en ese barco que no éramos catalanes y que, por lo tanto, no hablábamos su lengua. Especialmente, me pareció vergonzoso ver cómo sus propios sacerdotes (y obispo) que al mismo tiempo hablaban de abrirse al prójimo, lo evitaban con el resto de españoles que estábamos en ese barco mediante la barrera del catalán y su introversión respecto al resto.
Y ahí estuvimos durante 20 horas de trayecto hasta el puerto de Civitavecchia pasando el tiempo y durmiendo como podíamos en unos camarotes de unos 10m2 para 4 personas que, milagrosamente, contenían 2 literas, un armario y un baño con ducha. Asimismo, la biodramina fue de gran ayuda pues el barco no hacía más que moverse.
Así que, nada más comenzar las vacaciones de Navidad en la Universidad, decidí unirme al movimiento cristiano de Taizé, que tenía lugar en Roma del 28 de Diciembre de 2012 al 2 de Enero de 2013.
Este viaje significó mucho para mí, pues era la primera vez que salía de España por mi propia cuenta y que, además, acabó convirtiéndose en el primero de muchos más que posteriormente me depararía el futuro.
Sin conocer apenas nada del movimiento ni a nadie, cogí mi mochila y me dirigí hasta la estación de autobuses, donde me encontré por primera vez al grupo de Zaragoza (4 zaragozanos más 3 diáconos de Colombia, y otros 2 de Togo y Cabo Verde) rumbo a Barcelona.
Al llegar allá, subimos a un ferri con el resto de jóvenes de España, cuya mayoría pertenecía a la diócesis catalana. Desafortunadamente, sus integrantes parecían haberse olvidado de que había más gente en ese barco que no éramos catalanes y que, por lo tanto, no hablábamos su lengua. Especialmente, me pareció vergonzoso ver cómo sus propios sacerdotes (y obispo) que al mismo tiempo hablaban de abrirse al prójimo, lo evitaban con el resto de españoles que estábamos en ese barco mediante la barrera del catalán y su introversión respecto al resto.
Y ahí estuvimos durante 20 horas de trayecto hasta el puerto de Civitavecchia pasando el tiempo y durmiendo como podíamos en unos camarotes de unos 10m2 para 4 personas que, milagrosamente, contenían 2 literas, un armario y un baño con ducha. Asimismo, la biodramina fue de gran ayuda pues el barco no hacía más que moverse.
Al llegar a Italia, los grupos se dispersaron: Hubo quienes fueron alojados en casas de
familias romanas, y otros a los que nos tocó
dormir en el suelo de casas parroquiales o pabellones. Pese a ello, el grupo de Zaragoza seguíamos juntos.
La llegada a nuestra parroquia fue realmente acogedora. Decenas de voluntarios nos dieron una cálida bienvenida con agua, café caliente, panetone y una sonrisa que nos hacía sentir como en casa. Además, tuvimos la oportunidad de conocer gente que, al igual que nosotros, venía de todas partes de Europa: Croacia, Portugal, Polonia, Rusia...
La llegada a nuestra parroquia fue realmente acogedora. Decenas de voluntarios nos dieron una cálida bienvenida con agua, café caliente, panetone y una sonrisa que nos hacía sentir como en casa. Además, tuvimos la oportunidad de conocer gente que, al igual que nosotros, venía de todas partes de Europa: Croacia, Portugal, Polonia, Rusia...
Estaba en Roma, en medio de una aventura que
contar a mi familia y amigos, a miles de kilómetros de casa, sin saber lo que
me esperaría al día siguiente y, para colmo, durmiendo en el suelo. Sin embargo, el mero hecho de estar bajo techo en pleno invierno y vivir todo aquello con tan grata acogida mereció totalmente la pena.
A la mañana siguiente, nos dimos cuenta de que las duchas no tenían agua caliente, y siendo que estábamos en Diciembre, supuso un gran reto para muchos de nosotros. Aunque no tanto para los rusos y polacos, que eran los únicos que parecían no jadear cada vez que entraban a las duchas -si había alguien gritando, sin duda, éramos los españoles-.
A la mañana siguiente, nos dimos cuenta de que las duchas no tenían agua caliente, y siendo que estábamos en Diciembre, supuso un gran reto para muchos de nosotros. Aunque no tanto para los rusos y polacos, que eran los únicos que parecían no jadear cada vez que entraban a las duchas -si había alguien gritando, sin duda, éramos los españoles-.
En el momento del
desayuno nos encontramos de nuevo con los voluntarios y voluntarias que nos
deseaban los buenos días con un “Buongiorno” acompañado de una sonrisa y un
desayuno que ellos mismos preparaban con pastas, café, leche y el tan delicioso
panetone. Era un momento muy bonito para compartir con el resto de personas que
ahí había y estrechar amistades con gente de culturas muy distintas a las
nuestras.
Ya aseados y con energías, nos dispusimos a conocer Roma al mismo tiempo que acudíamos a algunas de las pautas de Taizé, que mayoritariamente se hacían en iglesias que albergaban a cientos de cristianos de toda Europa, ya sean ortodoxos, católicos o protestantes, pero con un único fin: la oración a través del canto.
Había incluso canales de radio cuya frecuencia sólo se alcanzaba en el interior de la iglesia que traducían las oraciones en varios idiomas al instante.
Ya aseados y con energías, nos dispusimos a conocer Roma al mismo tiempo que acudíamos a algunas de las pautas de Taizé, que mayoritariamente se hacían en iglesias que albergaban a cientos de cristianos de toda Europa, ya sean ortodoxos, católicos o protestantes, pero con un único fin: la oración a través del canto.
Había incluso canales de radio cuya frecuencia sólo se alcanzaba en el interior de la iglesia que traducían las oraciones en varios idiomas al instante.
Este viaje se convirtió también en una oportunidad para conocer Roma, su historia y sus increíbles monumentos y edificios, que resultaron ser más grandes de lo que me imaginaba. Tiene 4 basílicas mayores y otras cuantas menores que, en varias ocasiones, superaban en tamaño a la emblemática Basílica del Pilar de Zaragoza.
Aquí también pude
ver la belleza del Vaticano y contemplar la inmensidad de fieles de toda raza,
pueblo y nación que en él había rezando y cantando al unísono, sin importar el frío o las malas condiciones climatológicas.
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