Aquel fatídico domingo de
Octubre, día en que se atrasaba la hora en toda Europa, partía con una amiga hacia
Filipinas desde España con un supuesto trasbordo de no más de 7 horas en el
aeropuerto de Estambul. Los relojes de los móviles se cambiaron automáticamente
y nosotros estábamos convencidos de que cuando en España eran las 19.00, en
Turquía eran las 20.00 –hay una hora de franja horaria-. Desgraciadamente, a sus dirigentes no les
pareció buena idea este cambio estando a una semana de las elecciones y, como
resultado, no se atrasaría la hora hasta
pasadas dos semanas de este acontecimiento. Es decir, cuando creíamos que
en Turquía era la 1.30am, en realidad eran las 2.30, lo cual hizo que
perdiésemos el avión.
Como
consecuencia, tuvimos que pagar otro que nos llevase a Manila, y la opción más barata se encontraba a los 9
días. De modo que, tras sacarnos un visado de turista inesperado y descubrir
que nuestras maletas habían sido
erróneamente enviadas a Filipinas por parte de la aerolínea turca, comenzamos
a buscar la manera de sobrevivir allí con el menor de los presupuestos posibles.
Empezando
ya a amanecer y con más de 12 horas en aquel maldito aeropuerto, envié solicitudes por couchsurfing (probablemente más de una centena) en las que
cualquier aceptación, por pocos días que nos aceptasen, nos bastaba -en el caso
de Paula, ésta era la primera vez que iba a alojarse en casa de un desconocido a
través de couchsurfing y parecía bastante asustada y desconfiada, sin embargo,
la desesperación y mi insistencia consiguieron convencerla-.
Afortunadamente, pasada una hora y entre varias respuestas negativas, recibimos la afirmativa por parte de nuestro ángel particular, llamado Fethi, que nos ofrecía su casa durante los próximos 9 días en Estambul.
Afortunadamente, pasada una hora y entre varias respuestas negativas, recibimos la afirmativa por parte de nuestro ángel particular, llamado Fethi, que nos ofrecía su casa durante los próximos 9 días en Estambul.
El primer
contacto con este chico turco fue algo apagado, pues serían las 8 de la mañana
y ninguno de los 3 habíamos dormido en toda la noche. Además, al acercarnos a
su casa –en un taxi que él mismo acabó pagando- vimos la pobreza de su barrio,
con casas destartaladas y una chabola
justo en frente nuestro. A pesar de ello y, tras subir hasta el último piso
de un edificio que por el interior daba aún peor espina que por el exterior,
nos aposentamos con cierta comodidad.
A partir de ahí nuestra suerte comenzó a cambiar: durante la segunda y tercera noche, nuestras
vidas se cruzaron con las de una pareja alemana de recién casados -Eric y Ana-
que también se alojaron en casa de Fethi y que se disponían a dar la vuelta al
mundo. Resultaron de gran ayuda para que Paula perdiese rápidamente el miedo y
para movernos por la ciudad con cierta comodidad. Además, tras dejar éstos el
apartamento (se dirigían a Irán) nos dieron su tarjeta SIM turca con la que
podíamos tener acceso a internet desde el móvil y llamar sin gastar nada.
“Nuestra casa”
estaba en pleno centro turístico de Estambul y teníamos más de una semana para
visitarla, por lo que pudimos tomarnos con calma el tema del turismo.
Estambul es una
ciudad con más de 10 millones de habitantes en la que reina el estrés, el ruido de los motores, los cláxones de los coches y
las incesantes llamadas, tanto de las mezquitas a la oración como de los comerciantes
invitándote a comprar algo en su puesto. Y típico de ello es el Gran Bazar, mundialmente conocido por
la gran variedad de puestos que en él hay y la gran belleza que forman en su
conjunto, dando lugar a un recinto lleno de luces multicolores, tapices
exóticos y accesorios de todo tipo.
Asimismo, esta
ciudad también es conocida por sus
imponentes mezquitas, de gran belleza y esplendor. Las más conocidas son la Mezquita Azul y la antigua basílica de Santa
Sofía (actualmente museo) y que han acabado convirtiéndose en el estandarte
de Estambul de la misma manera que lo es la Torre Eiffel en París o la Estatua
de la Libertad en Nueva York.
Sin embargo, una
de las cosas que más estaba deseando de allá era probar el kebab turco (el turismo gastronómico es mi debilidad). Los de las
calles más turísticas dejaban bastante que desear pero, por suerte, nosotros
contábamos con Fethi para degustar un buen kebab, en un restaurante donde te
lo daban en un plato que no era de plástico y con camareros de los de verdad.
Aquello sí que era carne, había incluso de cordero y el pan estaba realmente
delicioso. Además, a diferencia de España, allí no le suelen echar salsa blanca
ni de yogur, si no especias de todo tipo.
Allá, en Estambul -consecuencias
de la vida- acabé encontrándome también con mi compañero holandés de caravana en Millau (Francia) de ese mismo verano, Rob. Con él quedamos y pudimos ponernos al día de
nuestras vidas en menos de una tarde. El mundo es un pañuelo.