En Europa, con 22 años de edad y una carrera acabada, la gente suele decidir entre seguir estudiando o bien adentrarse en el mundo laboral, ganar un sueldo decente y, en el mejor de los casos, comenzar una vida independiente de los padres, que incluye pagar por cuenta propia el alquiler de un nuevo hogar e ir pagando a cómodos plazos las letras de un primer coche. Pero, desafortunadamente, éste no es el destino de la mayoría del mundo: “no es lo normal”.
Entonces sentí que había llegado el momento
de decidir. Decidir entre adentrarse en
un mundo occidental, lleno de responsabilidades de las que iba a ser cada vez
más difícil escapar, o salir temporalmente de ese “confort” en que me encontraba y descubrir
por mí mismo el otro mundo, el de la mayoría.
"Extrañar es el precio que se paga por vivir experiencias inolvidables"
Así pues, gracias a los contactos de unos
misioneros escolapios de mi familia, pude establecer comunicación con una de
sus comunidades en Filipinas, situada a 12 mil
kilómetros de distancia de mi hogar. Y el hecho de la distancia, de hablar
otra lengua y de tener una cultura diferente (con influencia española por más
de 300 años) no supuso más que un atractivo más para que siguiese adelante en
éste proyecto.
La pobreza es un fenómeno social que tiende
al infinito. Sabía que no iba a cambiar el mundo, sabía que no iba a salvar
ninguna vida y que, por mucho que hiciese, mi labor no iba a ser suficiente. Sin embargo, necesitaba ver con mis propios ojos todo aquello que siempre nos han
estado contando otras personas que habían estado antes que nosotros. Quería
ponerme en el lugar de los más pobres y ver si es “tan triste como lo pintan”, percatarme
que todo aquello está pasando realmente a las espaldas de nuestras vidas y llegar
a conocer a alguna de esas personas y sus increíbles historias de vida.
"A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota"
La llegada a la comunidad escolapia
de Cebú fue realmente buena. Desde el
primer día me he sentido gratamente acogido por parte de sus sacerdotes y
seminaristas y, aunque yo no tengo por qué cumplir con sus horarios, resulta
bastante agradable y relajante vivir en un ambiente rodeado de silencio y vida
espiritual. Pero, aunque viva aquí, mi labor se encuentra con otra congregación: Missionaries of Charity (Misioneras de la Caridad).
"El que ayuda de corazón no espera recibir elogios ni de sí mismo"
Ésta congregación
religiosa, fundada por la Madre Teresa de Calcuta en 1950, tiene como misión involucrarse hasta el extremo con los más pobres
de entre los pobres mediante una sonrisa tan llena de ternura y complicidad que
me ha puesto los pelos de punta más de una vez. Ya sólo atravesando el
barrio donde se encuentra el centro donde ellas viven se puede ver y oler la pobreza
en estado puro, con niños desnudos tirados por el suelo o familias durmiendo en
sus calles.
Aquí las monjas
se encargan del cuidado de niños de la calle de 2 a 6 años con problemas de
desnutrición que, por lo general, acompañan de otras enfermedades,
especialmente, tuberculosis. Estos niños me emocionaron ya desde el primer día.
Tanto ellos como ellas suelen estar rapados para evitar problemas con los piojos
o la caspa aunque, a alguno que otro, directamente no le sale pelo a causa de su
desnutrición. A pesar de ello, cada vez
que estamos con ellos se nos acercan con una hermosa sonrisa filipina en busca de
cariño y abrazos, sin importarles quiénes somos y sin preocuparse por su grave enfermedad. Al principio fue duro acercarse a estas personitas tan frágiles
y enfermas, con verrugas y dientes mal formados por su desnutrición pero, poco
a poco, la distancia se ha ido convirtiendo en cercanía y el espanto en cariño.
Coincidiendo con
la Navidad, muchas otras veces nos dedicamos también a clasificar y empaquetar
con las monjas cientos y cientos de sacos de arroz, nuddles, recipientes con
comida caliente, azúcar, pastillas de jabón, calendarios, chanclas, camisetas, crucifijos,
toallas, sopas y soja en sobre, jarras o vasos para posteriormente dárselo a
las familias más pobres de los sitios más desamparados de Cebú. Muchos de los
cuales giran en torno a vertederos o incluso se levantan sobre ellos. Otros se encuentran
en medio de las montañas y otros sobre islas tan pequeñas que recuerdan a las
películas de náufragos.
Sin embargo, el
hecho de desplazarse en furgoneta (a veces en el remolque) o incluso barca a
aquellos lugares no parece frenar a las monjas que, con tal de entregar su
pedacito de Navidad al mayor número de familias posibles, están dispuestas a
todo.
Hasta el momento,
la más impresionante de estas visitas ha sido al dirigirnos a un suburbio de
Cebú levantado sobre el agua estancada del mar con cientos de residuos que le
otorgaban un color negruzco y que generaban unos tremendos olores fétidos y
malolientes con los que tenía que luchar para no vomitar o evitar poner malas
caras. Pese a ello, era realmente impresionante ver cómo a las monjas no
parecía importarles nada de eso y siempre ofrecían con gran cercanía una implacable sonrisa ante las personas del lugar con las que, en muchas ocasiones, también hacíamos
juegos y actividades por Navidad.
De estas personas
me llamó la atención su gran respeto ante las monjas y su gran solidaridad
incluso con nosotros, pues siempre nos invitaban con lo poco que disponían y se
ofrecían alegremente para ayudarnos en cualquier labor, tanto pequeños como
mayores. Es esa felicidad e inocencia lo que no deja de sorprenderme de
Filipinas, pues, por gracia o por desgracia, estas personas han aprendido a
convivir con lo poco que tienen.
“La revolución
del amor comienza con una sonrisa”
-Teresa de Calcuta-
-Teresa de Calcuta-