Se
acercaban las Navidades y, aunque no lo tenía muy claro, acabé decantándome por
volver y celebrarlas con la familia. Para la vuelta a Zaragoza desde Cracovia, el
avión tenía que hacer escala en París, por lo que aproveché y decidí quedarme 4
días en la ciudad de las luces y el amor.
Nada más llegar al mediodía a París, hacía tan buen
tiempo que decidí sacarle partido e irme a la Torre Eiffel. Con
esta como referente en el horizonte me topé con el Arco del Triunfo, los Campos
Elíseos y, al fondo, el río Sena, donde por fin veía el cuerpo entero de la gran Torre.
A pesar de subir por las escaleras y con la maleta de ruedas en mano, ahí pude contemplar la ciudad desde lo alto sin apenas presencia de nubes que estropeasen la panorámica (también hay ascensores, pero eran más caros y había más gente en la fila).
Aquí tuve la gran suerte de que Jean-Gauthier, mi compañero de piso de este verano en Bretaña, vive en “La Campagne”, que vienen a ser las afueras de París. Ahí sus padres me ofrecieron pasar los 4 días como si fuese uno más de la familia, tomando queso y vino francés, al lado de la chimenea de leña y compartiendo momentos con Jean-Gauthier sobre el verano y el curso de nuestras vidas en la víspera de Navidades. Por el día me levantaba temprano para hacer turismo por la ciudad y por la tarde-noche estaba de nuevo ahí para cenar en familia y dormir.
Y, sabiendo que tenía 4 días para verlo todo, llegué a apañármelas para ver los monumentos más importantes de la capital francesa. Aunque, son tantos que había momentos en los que apenas tenía tiempo para pararme a contemplar tales maravillas, pues las
distancias son bastante largas entre sí.